Espantapájaros 8
Yo no tengo una personalidad; yo soy un cocktail, un conglomerado, una manifestación de personalidades.
En
mí, la personalidad es una especie de furunculosis anímica en estado
crónico de erupción; no pasa media hora sin que me nazca una nueva
personalidad.
Desde
que estoy conmigo mismo, es tal la aglomeración de las que me rodean,
que mi casa parece el consultorio de una quiromántica de moda. Hay
personalidades en todas partes: en el vestíbulo, en el corredor, en la
cocina, hasta en el W.C.
¡Imposible lograr un momento de tregua, de descanso! ¡Imposible saber cuál es la verdadera!
Aunque me veo forzado a convivir en la promiscuidad más absoluta con todas ellas, no me convenzo de que me pertenezcan.
¿Qué
clase de contacto pueden tener conmigo —me pregunto— todas estas
personalidades inconfesables, que harían ruborizar a un carnicero?
¿Habré de permitir que se me identifique, por ejemplo, con este
pederasta marchito que no tuvo ni el coraje de realizarse, o con este
cretinoide cuya sonrisa es capaz de congelar una locomotora?
El
hecho de que se hospeden en mi cuerpo es suficiente, sin embargo, para
enfermarse de indignación. Ya que no puedo ignorar su existencia,
quisiera obligarlas a que se oculten en los repliegues más profundos de
mi cerebro. Pero son de una petulancia... de un egoísmo... de una falta
de tacto...
Hasta
las personalidades más insignificantes se dan unos aires de
trasatlántico. Todas, sin ninguna clase de excepción, se consideran con
derecho a manifestar un desprecio olímpico por las otras, y
naturalmente, hay peleas, conflictos de toda especie, discusiones que no
terminan nunca. En vez de contemporizar, ya que tienen que vivir
juntas, ¡pues no señor!, cada una pretende imponer su voluntad, sin
tomar en cuenta las opiniones y los gustos de las demás. Si alguna tiene
una ocurrencia, que me hace reír a carcajadas, en el acto sale
cualquier otra, proponiéndome un paseíto al cementerio. Ni bien aquélla
desea que me acueste con todas las mujeres de la ciudad, ésta se empeña
en demostrarme las ventajas de la abstinencia, y mientras una abusa de
la noche y no me deja dormir hasta la madrugada, la otra me despierta
con el amanecer y exige que me levante junto con las gallinas.
Mi
vida resulta así una preñez de posibilidades que no se realizan nunca,
una explosión de fuerzas encontradas que se entrechocan y se destruyen
mutuamente. El hecho de tomar la menor determinación me cuesta un tal
cúmulo de dificultades, antes de cometer el acto más insignificante
necesito poner tantas personalidades de acuerdo, que prefiero renunciar a
cualquier cosa y esperar que se extenúen discutiendo lo que han de
hacer con mi persona, para tener, al menos, la satisfacción de mandarlas
a todas juntas a la mierda.
Oliverio Girondo
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